(Publicado en el diario El Comercio). La historia da cuenta de hechos delictivos que nunca se habrían conocido si no fuera por el coraje de quienes se atrevieron a denunciarlos: personas bautizadas como ‘whistle blowers’.
Los casos son de naturaleza muy variada. Los hay de índole político –como el protagonizado por “Garganta Profunda” en el escándalo Watergate en Estados Unidos– y también del tipo conspirativo, como el de Edward Snowden, el ex empleado de la CIA que denunció programas de vigilancia masiva.
También están los de carácter financiero y empresarial. En el 2009, por ejemplo, el banquero Bradley Birkenfeld destapó el funcionamiento de una división de gestión de patrimonio dentro de UBS, que asesoró a más de 20.000 empresas en la evasión de impuestos. Esta delación permitió al Gobierno Estadounidense cobrar unos US$5.000 mlls. en impuestos, sanciones y multas.
El buen funcionamiento de la figura del ‘whistle blowing’, lejos de ser una conducta desleal, constituye una buena práctica anticorrupción, básicamente por su efecto disuasivo. Si las organizaciones facilitaran que sus trabajadores y ejecutivos pusieran en conocimiento de los órganos de auditoría y vigilancia los actos ilícitos que pudieran conocer, lograrían entidades más transparentes y combatirían mejor la corrupción e impunidad.
Un reto es contar con instrumentos que incentiven las denuncias a través de programas de recompensas –tal como lo propone el Informe de la Comisión de Integridad– incluyendo, además, sistemas efectivos de protección al denunciante.
Asimismo, la implementación del sistema de responsabilidad administrativa, para casos de corrupción de personas jurídicas debería mejorar la puesta en valor de los estándares de transparencia e integridad.
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16/01/2017